16/8/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 7]








[...]

Los tigres eran su bestia emblemática, desde los primeros años de su infancia. «Qué lástima no haber nacido tigre», me dijo una tarde mientras leíamos un cuento de Kipling en el que aparecía el fantasma de ese animal. Su madre recordaba la vez en que, a los tres o cuatro años, había tenido que apartarlo a gritos de la jaula del tigre, llegado el momento de volver a casa; y uno de sus primeros garabatos, que ella guardaba, presentaba un tigre a rayas, hecho con lápices de cera en la doble página de un cuaderno. Tiempo después, las manchas de un jaguar que vio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires lo llevaron a imaginar un sistema de escritura impreso en la piel de la fiera: el espléndido resultado fue el cuento «La escritura de Dios». La sola mención de la palabra tigre lo llevaba muchas veces a repetir una observación hecha por su hermana Norah, cuando ambos eran niños: «Los tigres parecen creados para el amor». Pocos meses antes de su muerte, un rico estanciero argentino lo invitó a su finca y le prometió «una sorpresa». Borges se sentó en un banco, al aire libre, y de súbito sintió muy cerca el calor de un gran cuerpo y unas fuertes garras contra sus hombros. El doméstico tigre del estanciero rendía así homenaje a su soñador. Borges no tuvo miedo. Sólo le molestó el aliento caliente, con olor a carne cruda. «Había olvidado que los tigres son carnívoros.»
Vamos en taxi a casa de Bioy y Silvina, un departamento espacioso que ofrece la visión de un parque. Desde hace décadas, Borges pasa varias tardes por semana en este departamento. La comida es horrible (verdura hervida y, de postre, unas cucharadas de dulce de leche), pero Borges no se da cuenta. Esta noche, cada uno de ellos, Bioy, Silvina Ocampo y Borges, se cuentan sus sueños. Con su voz áspera y grave, Silvina dice que ha soñado que se ahogaba, pero que el sueño no fue una pesadilla: no hubo dolor, no tuvo miedo, simplemente sintió que estaba disolviéndose, volviéndose agua. Luego Bioy menciona que en su sueño él se encontraba frente a un par de puertas. Sabía, con esa certeza que uno posee a menudo en sueños, que la puerta de la derecha lo llevaría a una pesadilla; resolvió franquear la de la izquierda y tuvo un sueño sin incidentes. Borges observa que ambos sueños, el de Silvina y el de Bioy, son en cierto aspecto idénticos, ya que ambos soñadores han sorteado la pesadilla con éxito, uno rindiéndose a ella, el otro negándose a penetrarla. Luego relata un sueño descrito por Boecio en el siglo V. En él, Boecio asiste a una carrera de caballos: ve los caballos, la línea de salida y los diferentes y sucesivos momentos de la carrera hasta que un caballo cruza la meta. Entonces Boecio ve a otro soñador: uno que lo observa a él, observa los caballos, la carrera, todo al mismo tiempo, en un solo instante. Para aquel soñador, que es Dios, el resultado de la carrera depende de los jinetes, pero ese resultado ya es sabido por el Soñador. Para Dios —dice Borges—, el sueño de Silvina sería a la vez placentero y digno de una pesadilla, mientras que en el sueño de Bioy el protagonista habría atravesado al mismo tiempo ambas puertas. «Para ese soñador colosal todo sueño equivale a la eternidad, en la cual están contenidos cada sueño y cada soñador.»
Borges conoció a Bioy en 1930. Fue Victoria Ocampo quien introdujo ante el tímido Borges de treinta y un años al brillante joven de diecisiete. Su amistad —contaba Borges— se convirtió en el vínculo más importante de su vida, proporcionándole no sólo un compañero intelectual sino alguien que, por su interés en la psicología y en las menudencias sociales de la literatura, atemperaría el gusto de Borges por la pura imaginación. Borges jugaba con la ironía y con el sobrentendido. Bioy, con una engañosa ingenuidad que induce al lector a creer que las intenciones de tal o cual personaje reflejan la verdad de alguna situación, cuando, de hecho, la traicionan o la ignoran. Borges consignó el método de trabajo de su amigo al comienzo de «Tlön Uqbar, Urbis Tertius», relato en el que Bioy es uno de los personajes: «Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal». «Quisiera escribir una historia que tuviese las cualidades de un sueño —decía Borges—. Lo he intentado muchas veces pero dudo que alguna vez lo consiga.»
Borges era un soñador apasionado y le entusiasmaba narrar sus sueños. En ellos, en su «esfera ilimitada», sentía que le era dado sobrepasar los límites de sus pensamientos y de sus temores, y que en total libertad podía representar sus propias tramas. Disfrutaba especialmente de esos minutos antes de caer dormido, ese lapso entre vigilia y sueño durante el cual, como decía, era «consciente de estar perdiendo la conciencia». «Me digo cosas sin sentido, veo lugares desconocidos, y me dejo deslizar por la pendiente de los sueños.» En ocasiones un sueño le prodigaba una pista o un punto de partida para un texto: «La memoria de Shakespeare», por ejemplo, empezó con una frase que oyó en un sueño: «Le vendo la memoria de Shakespeare». «Las ruinas circulares» (la historia de un hombre que sueña con otro, hasta descubrir que él también es soñado) empezó con otro sueño que le deparó una semana de absoluto arrobamiento: el único momento —dijo—, en que llegó a sentirse realmente «inspirado», sin dominio consciente sobre su obra. (Puede ser que el argumento, y acaso el sueño, se inspiren en un pasaje de la Eneida, ya que el desembarco de Eneas en el mundo de los muertos, «en medio de las pálidas cortaderas de una cenicienta ribera de fango», es indudablemente igual al desembarco del soñador en la isla de las Ruinas Circulares.)
Dos pesadillas acecharon a Borges a lo largo de su vida: los espejos y el laberinto. El laberinto, que de niño descubrió en una lámina de cobre con el grabado de las «Siete maravillas del mundo», le inspiraba el temor a una «casa sin puertas» en cuyo centro lo esperara un monstruo; los espejos le despertaban la aterradora sospecha de que un día reflejarían un rostro que no fuese el suyo o, peor aún, absolutamente ninguno. Héctor Bianciotti recuerda que Borges, enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, le pidió a Marguerite Yourcenar, que había ido a visitarlo, que fuera a ver el piso que su familia había ocupado durante su estancia en Suiza y que volviera para describírselo en su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
Sin duda alguna, Bioy encarnaba uno de los numerosos hombres que Borges sabía que nunca podría ser. Los dos compartían la pasión intelectual, pero Bioy, a diferencia de Borges, era buen mozo, rico y consumado deportista. Cuando Borges escribió: «Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach», quizá pensaba en Bioy, el seductor. Bioy nunca ocultó el hecho de que las mujeres eran su mayor pasión (si de algo se ocupan sus diarios es de mujeres, más que de libros). Para Borges, el conocimiento del amor provenía de la literatura: de las palabras del Antonio de Shakespeare, de las del soldado de Kipling en «Without Benefit of Clergy», de los poemas de Swinburne y Enrique Banchs. Para Bioy se trataba de un ejercicio diario, al cual se dedicaba con la devoción de un entomólogo. Solía citar a Víctor Hugo: «aimer, c’est agir», pero agregaba que ésta era una verdad que debía escondérseles a las mujeres. Amaba a Francia y su literatura, tanto como Borges amaba a Inglaterra y la literatura anglosajona. Esto no era motivo de discordia sino punto de inicio para incontables conversaciones. De hecho, todo entre estos dos hombres parecía conducir a un intercambio de ideas. Verlos trabajar juntos en una de las habitaciones traseras del departamento de Bioy me hacía pensar en alquimistas dispuestos a crear un homúnculo: de su colaboración nacía algo que era la combinación de los rasgos de ambos y que, no obstante, no se parecía a ninguno de los dos. Con esa nueva voz, que no era ni tan satírica como la de Bioy ni tan lógica como la de Borges, concibieron las historias y los ensayos burlones de H. Bustos Domecq, un hombre de letras argentino que observa con aparente inocencia lo absurdo de su sociedad. Bustos Domecq se entretenía sobre todo con los caprichos y las infelicidades del idioma argentino, y uno de sus relatos lleva como epígrafe únicamente la fuente de la cita: Isaías, VI, 5. El lector curioso (o erudito) averiguará que la cita comienza textualmente: «¡Ay de mí!, que soy muerto, que siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de un pueblo que tiene labios inmundos...» Bioy compartía con Borges todas las cosas que oía entre la gente de «labios inmundos» y ambos se desternillaban de risa.
Su vínculo con Silvina era distinto. Durante la cena, Borges y Bioy evocaban, alteraban o inventaban un vasto surtido de anécdotas literarias, recitaban pasajes de la mejor y la peor literatura y más que nada pasaban un buen rato, riendo estrepitosamente. Sólo en raras ocasiones se sumaba al diálogo Silvina. Aunque había compilado con Borges y Bioy una antología fundamental de la literatura fantástica, aunque había escrito con Bioy la novela policial Los que aman, odian, su sensibilidad literaria difería claramente de la de ellos, y se hallaba más próxima al humor negro de los surrealistas, por quienes Borges sentía escasa simpatía. Curiosamente, para alguien que admiraba a los cuchilleros y a los gángsters, Borges encontraba sus cuentos demasiado crueles. Silvina era poeta, dramaturga y pintora también, pero será sin duda recordada por sus cuentos breves, sardónicos y falazmente simples, que en su mayoría pertenecen a la ficción fantástica pero que ella construía con la minuciosa atención de un cronista de la vida cotidiana. Italo Calvino, que prologó la edición italiana de su obra, confesó que no sabía de «otro escritor que capte mejor la magia de los rituales de todos los días, la cara oscura que nuestros espejos nos ocultan».
Una tarde, mientras Bioy y Borges trabajaban en una de las habitaciones del fondo, desde donde llegaban muy a menudo erupciones de risas compartidas, Silvina extrajo un ejemplar de Alicia y leyó un par de sus fragmentos predilectos con su voz cadenciosa y lúgubre. De pronto, en medio de «La morsa y el carpintero», me sugirió que escribiésemos juntos una novela policial fantástica para la cual ya había escogido el título perfecto, Una tarea bochornosa, basándose en el «a dismal thing to do» del alegato de las ostras. El proyecto nunca avanzó más allá de la planificación de un homicidio horripilante; sin embargo, condujo a extensas polémicas sobre el humor de Emily Dickinson, sobre la influencia de la ficción policíaca en la obra de Kafka, sobre si la literatura puede ser modernizada a través de la traducción, sobre la circunstancia de que Andrew Marvell sólo escribió un buen poema, sobre el consejo que Giorgio De Chirico le había dado cuando era su maestro de pintura: que un pintor nunca debe mostrar los trazos de pincel, o sobre el curiosamente feo poema de amor que Pablo Neruda abre diciendo: «Eras la boina gris...». «Boina, boina», no paraba de repetir Silvina. Y preguntaba, grave y temblorosa: «¿Te gusta esa palabra?» Durante la charla, en la cual llevaba la voz principal con una especie de mágico ritmo que horas después a uno lo seguía hechizando, Silvina solía ocultar su cara en la penumbra y sus ojos tras unas lentes ahumadas porque pensaba que era fea. En cambio, le gustaba mostrar sus hermosas piernas, que cruzaba y descruzaba sin cesar.
Borges nunca vio en Silvina a alguien de igual peso intelectual: los intereses y los escritos de ella estaban lejos de los suyos. Los poemas de Silvina tienen algo de Emily Dickinson y algo de Ronsard; la temática, no obstante, es inequívocamente suya: el país imperfecto al que amaba, los jardines de la ciudad y también los pequeños momentos de dicha, perplejidad o venganza. Sus cuadros —en su mayoría retratos— poseen los colores y las superficies planas de De Chirico, pero muestran extrañas diferencias en relación con el modelo original, revelando algo prohibido o siniestro. En sus cuentos se narra algo fantástico cotidiano: una moribunda pasa revista de repente a todos los objetos que poseyó en su vida y se da cuenta de que ellos constituyen su infierno privado; una niña invita a su fiesta de cumpleaños a los siete pecados capitales, que aparentan ser otras siete niñitas; un bebé es abandonado en un hotel por horas y se convierte en el instrumento involuntario para la venganza de una mujer; dos colegiales intercambian sus destinos pero no consiguen escapar de ellos. En la mayor parte de su obra de ficción, los protagonistas son niños o animales, en los cuales Silvina creía ver una inteligencia más allá de la razón. Adoraba a los perros. Cuando su perro favorito murió, Borges la encontró llorando e intentó consolarla diciéndole que existía, más allá de todos los perros, un perro platónico, y que cada perro era, a su modo, ese Perro. Silvina se enfureció y le dijo bruscamente adónde podía irse con su perro arquetípico.
Al final de su vida (murió en 1993, a los ochenta y ocho años), Silvina sufría de Alzheimer y deambulaba por su vasto departamento incapaz de recordar quién era o en dónde se hallaba. Un día, un amigo la vio leyendo un libro de cuentos. Llena de entusiasmo, miró a su amigo (al que no reconocía, desde luego, si bien para entonces ya se había habituado a la presencia de extraños) y le dijo que quería leerle algo maravilloso que acababa de descubrir. Era un cuento de uno de sus primeros y más famosos libros: Autobiografía de Irene. El amigo le dijo que estaba en lo cierto. Era una obra maestra.

Borges no habla mucho de sus relaciones amistosas con los escritores que conoce, pero a veces confiesa que es su lector, como si ellos perteneciesen menos al mundo cotidiano que al mundo del bibliotecario. Hasta en el reino de la amistad predomina la función de lector. Lector, y no escritor. Según Borges, el lector usurpa la tarea del escritor. «Uno no puede saber si un poeta es bueno o es malo si no tiene idea de lo que se propuso hacer», me dice mientras recorremos la calle Florida, deteniéndonos cada vez que alguna frase lo exige. La multitud pasa apresurada y muchos reconocen al viejo ciego. «Y si uno no puede entender un poema, no puede adivinar cuál ha sido la intención.» Luego cita un verso de Corneille, un autor al que no admira, para elogiar el elegante oxímoron: «Esa oscura claridad que cae de las estrellas». «Bueno —dice—, ahora somos un poco Corneille.» Y se ríe antes de reanudar la marcha. Corneille o Shakespeare, Homero o los soldados de Hastings: para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que él supo que no sería jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros. Para él, la lectura es una suerte de panteísmo, esa antigua escuela filosófica que tanto interesó a Spinoza. Le menciono su cuento «El inmortal», en el que Homero vive a través de los siglos, incapaz de morir y bajo diferentes nombres. Borges se detiene una vez más y dice: «Los panteístas imaginaban un mundo habitado por un solo individuo, Dios, y en él Dios sueña con todas las criaturas del mundo, incluyéndonos a nosotros. Para esta filosofía, todos somos el sueño de Dios y lo ignoramos». Y en seguida: «¿Acaso sabe Dios que unos pedacitos de Él están caminando ahora mismo entre la muchedumbre, por la calle Florida?» Y deteniéndose otra vez: «Pero tal vez esto no sea asunto nuestro. ¿No le parece?»
[...]









Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 65-82
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001

Las fotos incluidas en el libro son de Sara Facio
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Al pie: cover de la edición papel



Fotos Patricia Damiano: Ex Biblioteca Nacional de Buenos Aires
México 564, en restauración, año 2013
Fuente: Visto en Baires



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